Los mochicas se instalaron en la desértica costa peruana, junto al Pacífico, y allí se asentaron soportando las fluctuaciones climáticas, hasta que la ruptura del delicado equilibrio ecológico en el que sustentaban su modo de vida desencadenó el final.
Entre los siglos I y VIII este pueblo laborioso y guerrero pudo desarrollar la primera organización política compleja de la zona andina, desde el territorio que hizo suyo al norte del actual Perú, en la región costera del Pacífico.
Fueron grandes ingenieros que supieron cavar canales en medio del desierto para poder cultivar tierras áridas, pero además su capacidad para la arquitectura se evidenció en sus construcciones, palacios, templos y enormes pirámides de adobe. Estas últimas edificaciones recibieron el nombre de huacas, palabra con la que en lengua quechua se nombra a los lugares de culto, y allí funcionaron los centros religiosos y políticos de cada comunidad.
Los mochicas se destacaron en la artesanía, sobre todo por sus trabajos en cerámica, bellos y técnicamente perfectos; también por sus delicados ornamentos en plata, oro y cobre, lucidos por sus dirigentes.
Su actividad comercial se extendió formando redes que se internaban en los actuales territorios de Chile y Ecuador, colocándolos en una situación de plena prosperidad. Sin embargo y pese al grado de desarrollo alcanzado, hacia finales del siglo VIII esta rica cultura sufrió un final repentino debido a una cantidad de catástrofes naturales que originaron un drástico cambio climático, afectando duramente su territorio y determinando su desaparición.
La expansión
Los mochicas extendieron sus dominios hacia el norte por el valle del río Jetepeque. Allí fundaron los asentamientos de San José de Moro y la Huaca de Dos Cabezas, mientras que, en el valle del río Lambayeque se asentaron en Sipán y Pampa Grande. En esa región del norte se destacaron en la metalurgia, sobre todo en el trabajo en cobre, realizando tumbas de gran factura para gobernantes, como la del Señor Sipán, que fuera descubierta hacia 1987 por el arqueólogo Walter Alva, en un hallazgo que resultó de suma importancia para el estudio de esta cultura, por la cantidad de piezas de orfebrería que proporcionó. En ellas puede apreciarse que los mochicas dominaban el laminado, repujado y vaciado, además de la aleación de metales: utilizaron oro, plata, estaño, mercurio y plomo.
Hacia el sur ocuparon el valle del río Moche, donde construyeron la Huaca del Sol y la Huaca de la Luna, y el valle del río Chicama, zona en que edificaron el complejo ceremonial El Brujo. Los habitantes de esta región se destacaron por el dominio de la alfarería. En contraposición a los norteños, cuyas cerámicas eran más sencillas y en colores crema y rojo, los restos encontrados en el sur eran cerámicas con formas de animales, de realización bastante más compleja.
En ambas zonas, sur y norte, los mochicas debieron recurrir a la irrigación artificial para poder vencer las dificultades que presentaba el desierto. Utilizando ladrillos de barro crearon un extenso sistema de acueductos (muchos de los cuales aún siguen en uso), con el que desviaban las aguas que bajaban de la cordillera. Esto les permitió cultivar hasta treinta variedades diferentes de vegetales, llegando a disponer de un importante excedente agrícola. Además del desarrollo de la agricultura, explotaron los recursos marinos del océano Pacífico y practicaron la caza.
Organización social
Estaban organizados en pequeños Estados situados en núcleos urbanos y con una población jerarquizada en una rígida estructura social. El centro neurálgico de los Estados lo constituían las huacas, donde residía el soberano honrado con el título de cie-guich.
El soberano debía pertenecer a la nobleza militar y su cargo lo habilitaba para ocupar un lugar central en los rituales religiosos, llevando una vida dedicada por completo a la guerra y a las celebraciones en honor a la principal divinidad mochica, Ai Apaec, engrandeciendo su prestigio en desmedro de los líderes rivales.
El segundo lugar en la escala social lo ocupaban los sacerdotes, a quienes les competía guardar los secretos astronómicos, arquitectónicos y metalúrgicos, y se creía que poseían dones para curar enfermedades. Luego estaban los artesanos, los mercaderes y el pueblo, conformado por pescadores, campesinos y soldados. Finalmente los esclavos, por lo general prisioneros de guerra, constituían el nivel más bajo en la sociedad.
Hacia el siglo VI, arraigados por completo en su medio, un fenómeno meteorológico comenzó a hacer estragos en la región: El Niño. Se trata de una corriente oceánica cálida que impide el afloramiento de las aguas más frías de la corriente de Humboldt, favoreciendo así la evaporación del agua marina, que luego cae en precipitaciones torrenciales. Si bien este fenómeno se da en la zona con regularidad, en aquel tiempo se presentó inusualmente fuerte y prolongado, provocando intensas lluvias que cayeron sobre la región durante treinta años.
El Niño, una catástrofe
Los palacios y pirámides, frágiles por estar construidos con barro, no pudieron soportar la acción disolvente del agua. Fuera de sus cauces, los ríos arrasaron los cultivos y destruyeron poblados levantados con adobe y caña, arrastrando a sus habitantes a la muerte. Los cursos de agua se contaminaron debido a las inundaciones y miles de hectáreas de terreno cultivable fueron erosionadas. Las epidemias, como la de la fiebre tifoidea, arrasaron provocando la muerte de poblaciones enteras.
Pero detrás de estos treinta años de precipitaciones continuas, llegó el ciclo de sequía propio de este fenómeno climático, lo que hizo que entre los años 563 y 594 se redujeran de manera drástica la cantidad de manantiales de montaña cuyas aguas llegaban hasta la costa. Esto hizo caer la agricultura y como consecuencia llegó la hambruna y la desertización que con las dunas enterró numerosos asentamientos. El año 602 marcó el retorno de las lluvias torrenciales, y luego, entre los años 636 y 645 la sequía asoló nuevamente con fuerza la región. Los canales permanecieron secos llenándose de arena, se perdieron las cosechas y se agotaron las reservas de alimentos. Ni siquiera el mar les trajo alivio ya que el cambio de rumbo en las corrientes marinas redujo la captura de peces que, como la anchoa, constituían parte esencial de la dieta alimentaria de los pueblos costeros. De esta manera se vieron privados del último recurso para sustituir la agricultura. Miles de personas murieron de hambre.
La caída
Los drásticos cambios climáticos provocaron trastornos serios, particularmente en la economía y en la sociedad mochica en general. Fueron destruidos edificios y hasta poblados completos, los líderes en muchos casos se vieron obligados a abandonar los centros políticos, religiosos y administrativos. En la zona de Sipán, según han podido descubrir los arqueólogos, las precipitaciones hicieron que los jerarcas se trasladaran hacia el valle de Lambayeque. Lo mismo ocurrió con los señores de Cerro Blanco, quienes abandonaron su lugar para asentarse en Galindo, ubicado en la estratégica garganta del río Moche. Galindo pasó así a ser el mayor centro de la zona, dando la posibilidad a los caudillos mochicas a controlar desde allí los sistemas de irrigación y acceso a las fértiles tierras del valle del río Moche. El pueblo fue también hacia allí siguiendo a sus señores para cercarse a las fuentes de agua y escapar de las dunas que río abajo amenazaban cultivos y poblados.
Las instituciones se vieron debilitadas debido a la catástrofe ocasionada por el fenómeno climático. La nobleza se alejó de la vida cotidiana de los súbditos, ocupándose únicamente de sus disputas dinásticas y sus ceremonias rituales. Eso causó el enojo del pueblo que culpó a sus dirigentes por haber perdido el favor de los dioses. La reacción de los dirigentes fue la de apelar al incremento de los sacrificios humanos para tratar de torcer el humor divino. En la Huaca de la Luna, los arqueólogos desenterraron los restos de unos setenta varones que habían sido sacrificados y desmembrados en el transcurso de, por lo menos, cinco ceremonias rituales. Fueron víctimas de un rito destinado a aplacar a las poderosas fuerzas de la naturaleza. Obviamente no lo consiguieron, pero quedaron rastros como la tumba de una sacerdotisa hallada en San José de Moro y que data del año 720; por los restos se deduce que la élite mochica se resistía a renunciar a sus privilegios ancestrales, aun a costa del enorme gasto que significaba un entierro pomposo para una sociedad castigada que no llegaba siquiera a satisfacer su necesidad de alimentos.
El final
Concluía el siglo VII cuando las intensas lluvias provocadas por El Niño terminaron arrasando los regadíos cercanos a Pampa Grande y Galindo. Como consecuencia del desastre los centros fueron abandonados hacia el año 750, originándose poblaciones independientes con el consiguiente derrumbe social y político de la cultura mochica. Algunos indicios obtenidos por los arqueólogos llevan a pensar que hasta pudieron producirse enfrentamientos internos ya que, tras abandonar sus antiguos asentamientos, las nuevas poblaciones reemplazaron las huacas por fortalezas. Es que, los jefes, ya sin autoridad sobre el pueblo, comenzaron a enfrentarse entre sí en una lucha feroz por el control de los escasos recursos que todavía quedaban en la zona. En el estado de debilidad en que se encontraban, con una clase dirigente totalmente desgastada, los últimos asentamientos mochicas fueron fácilmente dominados por el emergente Estado huari, que con una fuerte maquinaria militar conquistó la mayoría de los señoríos costeños y de la sierra de la zona central del Pacífico peruano. Los huari crecieron y se fortalecieron y en los siguientes tres siglos llegaron a concentrar un notable poder que se hizo visible en los grandes centros urbanos que construyeron, llegando a consolidar un imperio sin precedentes hasta entonces en las culturas andinas.