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Los espacios territoriales a centros y a periferias no siempre coinciden con las fronteras de un territorio nacional, es decir que las áreas centrales pueden corresponder a un país o a una fracción o área de su territorio y, de la misma manera, en un país subdesarrollado pueden coexistir áreas periféricas con áreas centrales.
Retrato de Adam Smith, economista y filósofo escocés. La teoría clásica del comercio internacional y, por consiguiente, sobre la división internacional del trabajo, tiene sus raíces en su obra La riqueza de las naciones.
Imagen de la ciudad de Londres hacia 1890. En ese entonces, el Reino Unido era el exportador más importante de productos industriales y, además, el mayor receptor de exportaciones de productos primarios del mundo.

La división internacional del trabajo



Tradicionalmente, la división internacional del trabajo describe a la especialización de los diferentes países en la producción de determinados bienes y servicios. En este proceso establecido entre 1870 y 1914, un grupo pequeño de naciones que iniciaron tempranamente la transformación estructural de sus economías –en buena medida, gracias al avance sin precedentes de las fuerzas productivas–, tomaron la delantera en su especialización como productores de bienes manufacturados, mientras el resto debió conformarse con su papel de abastecedores de bienes primarios de origen agropecuario y minero.

PARTICULARIDADES

Durante la segunda fase de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX, el mercado mundial logró integrarse como nunca antes lo había hecho, principalmente gracias al notable desarrollo de los medios de transporte y comunicación. En este proceso, el librecambio cumplió un papel fundamental: la libre circulación de mercaderías entre los países o su fácil acceso a través de la eliminación o disminución de aranceles aduaneros, abarató los precios y favoreció los negocios. Ahora bien, muchas veces la expansión comercial europea debió recurrir a la fuerza, ocupando territorios a los que obligaba a comprarles manufacturas, al mismo tiempo que obtenían sus materias primas, en un fenómeno propio también de ese período, el Imperialismo.


En el período que va de 1875 a 1914, la economía capitalista mundial en evolución era un conjunto de bloques sólidos. Ahora bien, sean cuales fueren los orígenes de las “economías nacionales” que constituían esos bloques, existían porque ya se habían instaurado los Estados nacionales independientes.

Así, conjuntamente con estos procesos, se fue consolidando un nuevo fenómeno: la división internacional del trabajo. ¿En qué consistía? En un mundo que se dividió en dos bloques: en países centrales, industrializados, productores de manufacturas, que acompañaron a Gran Bretaña en el desarrollo industrial (países de Europa occidental, Estados Unidos y Japón); y países periféricos, productores de materias primas (Europa Oriental, América Latina, África y Oceanía).


A lo largo del siglo XIX, el capitalismo amplió su esfera de actuación a zonas del planeta cada vez más remotas y transformaría todas las regiones de manera cada vez más profunda.

En este mercado mundial, los primeros vendían sus productos manufacturados a los segundos, mientras que estos últimos les vendían sus materias primas. Para ello basta un ejemplo: en este período Gran Bretaña era el “taller del mundo”, a la vez que Argentina era denominada el “granero del mundo”. Las diferencias que le conferían a cada país estaban bien marcadas, lo mismo que el papel que le cabía a cada uno dentro del mercado. No obstante, ello no significaba que los países periféricos no se encontraran exentos de problemas, ya que se les planteaban condiciones desiguales de intercambio: debido a la dependencia que se generaba con los países centrales, los productos industriales tenían un valor agregado en comparación con las materias primas, y a ello se añadía que los precios eran fijados por las potencias, y que el trabajo industrial utilizaba mayor mano de obra calificada que en las economías agrícolas, beneficiando a sus economías. De este modo, los países periféricos se fueron estableciendo como mercados en donde los países centrales vendían sus productos industriales, proveían de tecnología y prestaban capitales. En tanto, los centros mundiales compraban a las periferias algunas de sus materias primas porque les resultaba más barato importarlas que producirlas.


A nivel mundial, las innovaciones tecnológicas y los cambios productivos tuvieron profundos impactos en la división internacional del trabajo.

CAUSAS

Está claro que para la segunda mitad del siglo XIX el proceso de unificación del mundo se aceleró rápidamente. Los intercambios entre las distintas regiones del planeta se hicieron cada vez más fluidos gracias a los nuevos sistemas de transporte y de comunicaciones. Ahora bien, la unificación no se registró solo en el plano económico. Los cambios en los transportes posibilitaron el traslado masivo de personas a largas distancias, mientras que entre las comunicaciones el telégrafo revolucionó las formas de circulación de la información. Así fue como la integración de un sistema económico mundial provocó, al mismo tiempo, una nueva división internacional del trabajo.


Las masas trabajadoras se beneficiaron durante este proceso de unificación del mundo, cuanto menos porque la economía industrial de 1875-1914 utilizaba una mano de obra muy numerosa y parecía ofrecer un número ilimitado de puestos de trabajo de escasa cualificación o de rápido aprendizaje.

La economía mundial creció y se diversificó como consecuencia de la demanda de viejas y nuevas materias primas por parte de los países industrializados. Además de insumos industriales, estos últimos países demandaban metales preciosos y alimentos para una población que crecía y que disponía de ingresos en aumento. Estas condiciones estimularon la incorporación de nuevas regiones productoras a la economía mundial. Por otra parte, en las regiones proveedoras de materias primas y alimentos, los mismos países centrales podían invertir su capital excedente, por ejemplo en el desarrollo de la infraestructura y los transportes ligados al circuito de su comercio. A su vez, las sociedades periféricas se transformaron en mercados consumidores de los productos industrializados de las economías metropolitanas.

En esta división internacional del trabajo, y siguiendo el principio de las ventajas comparativas, cada país se especializaba en aquellas producciones para las cuales contaba con las condiciones más ventajosas y, por lo tanto, podía ofrecer a mejor precio. Al mismo tiempo, los países importaban el resto de los productos que necesitaban.

AMÉRICA LATINA EN LA DIVISIÓN INTERNACIONAL DEL TRABAJO

El desarrollo de la industrialización en Gran Bretaña y en otros países europeos provocaría irremediablemente la integración de América Latina a la economía capitalista mundial. De hecho, y de acuerdo con la división internacional del trabajo, en los países latinoamericanos, los grupos de terratenientes más poderosos reorientaron las economías locales para responder a las demandas de los países centrales.


Vista panorámica actual de la ciudad de Buenos Aires. Hacia fines del siglo XIX, en América latina, las principales áreas metropolitanas (San Pablo, Buenos Aires, México D. F., Caracas, Santiago, etc.) fueron las que concentraron distintas funciones dentro de la economía nacional. Los sectores más dinámicos de estas ciudades formaron parte de las selectas regiones dentro de la división internacional del trabajo.

El objetivo fue organizar la producción de materias primas y alimentos para exportarlos a los países industrializados. Por ejemplo, en la Argentina, a través de la exportación de carnes y cereales, la nueva vinculación con el mercado mundial produciría importantes cambios económicos, sociales y políticos. En esta etapa de desarrollo agroexportador se produjo un importante crecimiento económico que benefició principalmente a los grandes propietarios de tierras que, además, controlaron el poder político.

Ahora bien, puede decirse que la división internacional del trabajo basada en la exportación de productos primarios y en la importación de manufacturas de los países centrales no comienza durante la segunda mitad del siglo XIX, sino que está presente desde los tiempos de la Colonia. Las potencias coloniales prohibieron desarrollar en las colonias actividades manufactureras que pudieran competir con la metrópoli. El grueso del comercio exterior latinoamericano en esa época, en pleno dominio del mercantilismo, consistió en la exportación de metales preciosos (oro y plata) y de algunos productos de consumo, como el azúcar y el tabaco. Por su parte, la economía de plantación, con mano de obra esclava de origen africano, tuvo un gran desarrollo en Brasil y en las Antillas. Las importaciones de América Latina consistían básicamente en productos manufacturados para consumo de las elites internas.


En una época dominada por el mercantilismo, la exportación de metales preciosos (oro y plata) y de algunos productos de consumo, como el azúcar y el tabaco, fue la base del comercio exterior latinoamericano.

Ese patrón de la división internacional del trabajo se conservó, esencialmente, con la transformación de las colonias americanas en Estados nacionales independientes. Las aspiraciones industrializadoras y de diversificación productiva o las políticas proteccionistas fueron entonces abandonadas ante la fuerza del movimiento liberal, para el cual la libertad económica y política eran elementos indisolubles, por lo que los grupos y las clases dominantes se adhirieron a un ciego liberalismo comercial. De este modo, la división internacional del trabajo sufrió cambios sustantivos tanto en su orientación geográfica como en la composición de los productos. Ahora los nuevos centros receptores de las exportaciones primarias fueron Gran Bretaña y, de manera creciente, Estados Unidos, en lugar de las viejas potencias coloniales. La exportación de metales preciosos, si bien siguió siendo importante hasta bien avanzado el siglo XIX, fue suplantada entonces por la exportación de productos agropecuarios como trigo, maíz, café, carne, cueros, lana y algodón, así como también de minerales de uso industrial como cobre, estaño y posteriormente petróleo, cuyas ventas tendieron a eclipsarse.


Indudablemente, la agricultura fue víctima de los beneficios que acarreó la división internacional del trabajo, por lo que constituía el sector más deprimido de la economía y aquel cuyos descontentos tenían consecuencias sociales y políticas más inmediatas y de mayor alcance.

Con todo, los países centrales usaron a la periferia latinoamericana como mercado para sus manufacturas y como espacio para la colocación de sus excedentes de capital. Más adelante, ya hacia fines del siglo XIX, con el tránsito al imperialismo, la declinación de la hegemonía británica y el ascenso de potencias emergentes, la exportación de capital tomó la forma de inversión extranjera directa, con el objetivo principal de controlar las fuentes de materias primas, y dedicadas preferentemente a la actividad minera, los circuitos financieros y servicios relacionados.

La división internacional del trabajo no solo implicaba una creciente polarización entre el centro y la periferia, sino que condicionaba –dentro de la misma periferia– la existencia de una estructura interna dual integrada por un sector “moderno” representado por el sector exportador y en donde la presencia del capital extranjero era predominante, y un sector tradicional o “atrasado”, que operaba en el campo o en actividades artesanales de bajos niveles de productividad.

CRÍTICAS

Está claro que uno de los paradigmas teóricos más comúnmente empleados para analizar los flujos e intercambios económicos y financieros entre los países del mundo ha sido el que propone la división internacional del trabajo. De este modo, la tesis principal en la cual se basa este tipo de aproximación consiste en explicar la forma en que la especialización que un país puede tener para producir un determinado producto está en función directa de las posibles ventajas comparativas frente al conjunto de países importadores de dicho producto.


La libertad de comercio se tornó indispensable en este proceso de división internacional del trabajo.

No obstante, desde esta lógica han surgido a su vez dos grandes vertientes diametralmente opuestas:

  • En primera instancia, aquella que supone que la especialización productiva ofrece expectativas y oportunidades por igual entre los distintos países participantes, donde el equilibrio traducido en ganancias comerciales es significativo porque se trata de una constante entre países con distintos grados de desarrollo.
  • Desde otra postura más bien crítica, existe una segunda interpretación ligada con argumentos marxistas, para quienes lejos de verificarse tal equilibrio lo que realmente sucede es un intercambio desigual entre países, con claras ventajas para unos en detrimento de otros.

El planteamiento central y específico de esta última vertiente se basa en que en el sistema económico capitalista concurren –para efectos de la llamada división internacional del trabajo–, dos grandes bloques de países: los centrales, quienes tienen a su cargo la conducción del capitalismo económico en la medida en que determinan las pautas de producción, circulación, distribución y consumo de todos los bienes y servicios; y por otra parte, los países periféricos o dependientes, cuya función relegada los obliga a producir materias primas o bienes de consumo con escaso nivel tecnológico.


Los científicos británicos fueron una pieza importante en la expansión del sistema económico capitalista.

Este es uno de los argumentos esbozados por un grupo de economistas latinoamericanos agrupados en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), entre los que se destacó el argentino Raúl Prebisch. Así las cosas, con la llamada teoría estructuralista o desarrollista se abandonó la idea de que el subdesarrollo era una etapa necesaria anterior al desarrollo, y de que bastaba con romper un proceso de acumulación en el sector moderno para que el atraso pudiera ser superado. La originalidad de esta teoría consistió en la utilización del concepto centro-periferia y explicar a partir del mismo la desigualdad de las relaciones económicas internacionales, así como la heterogeneidad de las estructuras productivas internas.

Influido por los acontecimientos del período de entreguerras del siglo XX, que provocaron la crisis del modelo primario-exportador y pusieron en entredicho la división internacional del trabajo basada en la exportación de productos primarios, el economista argentino expuso su teoría sobre el “deterioro de los términos de intercambio” con el cual las materias primas, en general, pierden valor relativo frente a los bienes industrializados. De este modo cuestionaba la validez del esquema de división internacional del trabajo que asignaba a la periferia el papel de productor y exportador de productos primarios, como mecanismo eficaz para alcanzar el desarrollo. Su argumento establecía entonces que los países productores de materia prima necesitaban producir cada vez más para comprar lo mismo, descapitalizándose a favor de los países industrializados. Por esta razón sostenía que la industrialización era un proceso ineludible para el desarrollo económico de un país, y que los Estados nacionales debían establecer políticas industriales que promovieran el desarrollo industrial en cada país.


Numerosos países considerados periféricos eran dependientes, política o económicamente, del núcleo “desarrollado”. En unos casos, esas regiones no tenían posibilidad de elección, pues una potencia central decidía el curso de sus economías; en otros, esos países no estaban interesados en otras posibilidades alternativas de desarrollo, pues les era rentable convertirse en productoras especializadas de materias primas.

La relación de precios desfavorable y el colapso de los flujos comerciales profundizado durante la depresión internacional y financiera de la década de 1930 tornaron inviable mantener el esquema vigente y obligaron al establecimiento de un nuevo modelo: la industrialización por sustitución de importaciones.