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La Rosa Tudor, emblema de la dinastía, una rosa de diez pétalos, cinco blancos en el centro y cinco rojos en el borde exterior.
Retrato de Enrique VII, primer soberano Tudor.
Retrato de Enrique VIII por Hans Holbein el Joven. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Ana Bolena, segunda mujer de Enrique VIII, ejecutada por traición y adulterio en 1536.
Eduardo VI, primer hijo varón de Enrique VIII. Retrato atribuido a William Scrots.
María I de Inglaterra entrando en Londres para tomar posesión del trono en 1553, acompañada de su medio hermana Isabel.
Retrato de María I de Inglaterra. Fue la cuarta monarca de la dinastía Tudor; recordada por abrogar las reformas religiosas introducidas por su padre, Enrique VIII, y por someter de nuevo a Inglaterra a la autoridad del Papa, el 30 de noviembre de 1554.
Retrato de la reina Isabel I, conocido como "Retrato del Arcoíris" atribuido a Marcus Gheeraerts y a Isaac Oliver, fechado entre 1600 y 1602.

La Inglaterra de los Tudor



Considerada por varios autores como el brillante momento de eclosión de una personalidad genuinamente inglesa afianzada en siglos posteriores, la época de los Tudor ha hecho correr ríos de tinta y gastado kilómetros de celuloide. El recuerdo de esta dinastía se ha perpetuado por su estela de soberanos famosos: el belicoso Enrique VII; su sucesor, el mujeriego Enrique VIII, quien protagonizó un cisma religioso; María Tudor, quien intentó en vano que su país volviera a la órbita católica; y, finalmente, Isabel I, la "reina virgen", quien sería una de las más célebres. La combinación de personajes singulares y hechos violentos y transcendentes ha fascinado a los historiadores de todos los tiempos.

ENRIQUE VII

El origen de los Tudor radica en un conflicto dinástico que acabó en una cruenta guerra civil de treinta años de duración, desde 1455 hasta 1485: la popularmente conocida como "La guerra de las dos Rosas", que enfrentó intermitentemente a los miembros y partidarios de la Casa de Lancaster contra los de la Casa de York. Ambas familias pretendían el trono de Inglaterra, por origen común en la Casa de Plantagenet, como descendientes del rey Eduardo III.


La Batalla de Bosworth según la pluma de Philip James de Loutherbourg (1740-1812). El nombre «Guerra de las dos Rosas» o «Guerra de las Rosas», hace alusión a que ambos linajes se identificaron con dos rosas: la roja para los Lancaster y la blanca para los York.

Esta guerra acabó cuando Enrique Tudor, de la casa de Lancaster, venció y terminó con la vida de Ricardo III, de los York, en el año 1485, durante la batalla de Bosworth, dando paso a uno de los mejores dramas surgidos de la pluma del incomparable William Shakespeare. Tras ser coronado como Enrique VII, contrajo matrimonio con Isabel de York, y así unió los derechos de ambas ramas dinásticas enfrentadas en una nueva dinastía: los Tudor. De hecho, este apellido procedía de un oscuro caballero galés, que unos años antes había emparentado con los Lancaster.

Este rey, de origen galés, educado en la dura escuela del exilio y la penuria, liquidó sin contemplaciones los últimos restos de la oposición yorkista, y así afirmó el poder real sobre la nobleza. Para ello mantuvo un férreo control sobre el Consejo Real, y reavivó la Cámara Estrellada, un tribunal político fundado en 1489, esencial para erradicar los vestigios de la oposición aristocrática y que fortalecería su autoridad.

En tanto, en el plano internacional, abandonaba las pretensiones al trono de Francia, que había sustentado su predecesor, Eduardo III, en el marco de la ruinosa Guerra de los Cien Años. Sin embargo, no debe dejar de mencionarse su eficaz política matrimonial, ya que casó a su hija Margarita con Jaime IV de Escocia, buscando asegurar así la unión dinástica de ambos reinos y, lo que sería de mayor importancia: la boda del príncipe Arturo con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, que sellaría una gran alianza con los reinos de Aragón y Castilla.

Resumiendo, este monarca no fue ilustrado ni muy popular, pero a su muerte -acaecida en 1509- dejó un reino bien administrado, una nobleza dominada, una hacienda real atiborrada, y una sociedad apaciguada.


Coronación de Enrique VII luego de la Batalla de Bosworth de 1485. En política interior, los esfuerzos de Enrique se centraron en afianzar su posición en el trono tanto económica como dinásticamente.

ENRIQUE VIII

Este monarca alcanzaría buena parte de sus objetivos tras la muerte prematura de Arturo de Gales. Así, perseveró en la confederación castellana, simbolizada en el matrimonio con su cuñada, Catalina de Aragón. Ahora bien, hacia 1526, sin embargo, se produjo una inflexión derivada del papel que el rey creía poder asumir. Este giro, azuzado por ministros como Thomas Cranmer y Thomas Cromwell, tuvo consecuencias trascendentales:

  • La rotura de la liga con Castilla, argumentada por la desproporción entre beneficios y pérdidas que se extraían de las sucesivas batallas contra Francia.
  • La construcción de una iglesia rígidamente nacional y subordinada al rey, única potestad reconocida en adelante, representado como vicario de Dios en la Tierra.
  • El aumento de la potestad real sobre emblemas alternativos a costa de la purga de los adversarios a esta línea gubernamental. De este modo, utilizando organismos adictos como la Cámara Estrellada, Enrique VIII mandaría al cadalso a muchos nobles para evitar disidencias.


Enrique VII, Isabel de York, Enrique VIII y Jane Seymour según una pintura de Reeme Van Leemput, sobre un original de Hans Holbein el Joven.

Enrique VIII de Inglaterra se ha convertido probablemente en uno de los reyes europeos más conocidos de la actualidad. Una agitada vida amorosa, la obsesión por tener un hijo varón y un carácter marcado por el antropocentrismo renacentista, convirtieron a un rey con una dinastía aún sin asentar, en uno de los impulsores del lugar privilegiado que ocupa hoy Gran Bretaña en el mundo, y en el responsable de la conversión de toda una Nación a una nueva religión apartada del catolicismo de Roma, con el propio monarca como cabeza visible.


Esta representación del casamiento de Enrique VIII, si se mira con atención, muestra en detalle las características de la corte de tan singular monarca.

Así las cosas, hacia 1532, el monarca inglés retuvo los impuestos papales, mientras otra asamblea le daba plenos poderes sobre la Iglesia, sometiéndola a su autoridad. Una frenética carrera matrimonial en pos de la cohesión del reino -y de su dinastía representante- a través de la figura de un heredero incuestionable hizo entonces que se casara seis veces. Típico príncipe, el segundo de los Tudor no se amilanó ante obstáculos morales, aunque una soberbia inagotable lo llevaría a ser negligente con varias coartadas que hubiesen aminorado el impacto emocional de los abusos, desaires, repudios o sentencias ejecutadas sobre sus seis esposas y sus dos herederas, a las que su mismo padre privaría de legitimidad -en 1534 y 1536, respectivamente- para desanimar opciones disyuntivas, a pesar de que más tarde corrigiese aquella humillación.

EDUARDO VI

Enrique VIII solo tuvo un hijo varón, el príncipe Eduardo, que pasó a ser rey a la muerte de su padre, ocurrida en 1547. Fruto de la tercera unión de Enrique con Jane Seymour, punta de una de las familias más potentes de sus dominios, el tan deseado Eduardo VI solo pudo reinar de 1547 a 1553. Siendo muy joven e inexperto, a su nombre gobernaría un consejo de regencia en el que se destacarían Edward Seymour, duque de Somerset, plenipotenciario avalado por el título de lord protector, y John Dudley, conde de Warwich y duque de Northumberland, ávido personaje que incitó a su rey a alterar el orden sucesorio dispuesto por Enrique VIII a favor de Jane Grey, su sobrina nieta, casada con su hijo Guilford Dudley.

Además de inaugurar una nueva línea dinástica, el gobierno de los duques dibujó con trazos marcadamente calvinistas su política interior. No obstante, hubo varios detractores: en primer lugar, buena parte de los obispos anglicanos, beneficiados por las disposiciones desamortizadoras y nacionalistas de Enrique VIII y descontentos de los postulados puritanos más radicales -en cuanto anulación de jerarquías; en segundo lugar, la aparición de pujantes clanes rivales y de un amplio sector de entre las clases adineradas y la plebe, que creía en peligro la firmeza del reino por la rotura de las últimas voluntades de Enrique VIII.

Con demasiados factores en contra, la desventurada Jane Grey solo fue reina durante nueve días. La mayoría aplastante de partidarios de la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón impuso la legitimidad hacia María Tudor. En 1553, la política inglesa volvía a virar ante el creciente escepticismo de los pobladores de aquel país, cuyos vaivenes posibilitaron, en poco más de una generación, el paso de la ortodoxia cristiana al anglicanismo, de éste al protestantismo, el retorno al catolicismo y la vuelta al anglicanismo más pragmático. Así, María empuñó el cetro, siendo coronada reina en la Abadía de Westminster, el 28 de junio de 1554, y entró triunfante en Londres, acompañada por su hermana menor, Isabel, la cual no tardó en rendirle pleitesía. Y aunque fingió, en apariencia, inclinarse ante el credo romano, Isabel se convirtió en la única esperanza de los protestantes.


Ejecución de Jane Grey, la reina por nueve días. La Rebelión Protestante del año 1554 sellaría su destino.

MARIA I

La nueva reina procedió a desmantelar el régimen protestante y preparar al país para volver a un catolicismo moderado. Para ello, ejerció una presión constante sobre el Parlamento con el fin de derogar las leyes que se promulgaron durante los reinados predecesores, con lo cual definió su tendencia política y que supuso:

  • La restauración de la alianza hispánica a través de la boda de la reina con el futuro Felipe II.
  • La vuelta al catolicismo y el acatamiento a la supremacía papal, que lesionaron el absolutismo de la monarquía consolidado en tiempos de Enrique VIII y la imagen de iglesia nacional independiente y soberana.

Obviamente, los detractores de tales medidas, junto a aquellos disgustados por la presencia pública de los extranjeros arribados con el monarca consorte, pusieron a funcionar todos los medios con que podían contrariarlas. Entre ellos, se contaba una propaganda que fue arruinando la imagen de una reina incapaz de torcer un rumbo desventajoso para sí misma. De este modo, en dicho proceso, condenó a casi 300 religiosos disidentes a morir en la hoguera en las Persecuciones Marianas, recibiendo por ello de la historiografía protestante el apodo de María la Sanguinaria (en inglés, Bloody Mary). A su muerte en 1558, todas las esperanzas de la ciudadanía inglesa estaban puestas en su hermanastra Isabel.

ISABEL I

Esta hija de Ana Bolena y Enrique VIII fue una de las personalidades más brillantes y atractivas entre los príncipes de su tiempo. Así, aparentando recuperar para su reino las directrices políticas de su padre, Isabel I adoptó un anglicanismo coyuntural y pragmático en materia religiosa. De hecho, aunque contemporizó en una medida que estimaba justa, mantuvo la independencia insular desdeñando propuestas continentales y rechazando el matrimonio con su cuñado Felipe. Isabel moldeó el argumento para reforzar la identidad nacional y el concepto de patria ensamblado a su persona.

Con todo, la llamada "Reina Virgen" desplegó con habilidad un cálculo matrimonial que agasajaba las ambiciones de sus pretendientes toda vez que cumplía su determinación de no supeditarse ni personal ni políticamente a ningún varón que hubiese podido quebrar la frágil armonía de fuerzas del reino. Por otra parte, controló a los demás cuerpos del poder y mantuvo una cohorte de ministros fieles que aportaron, junto a ella, estabilidad al reino. Por ello supo anular de modo contundente a su más directa competidora, María Estuardo, descendiente de la hermana mayor de Enrique VIII, Margarita Tudor, negociando con los magnates del reino vecino y rival una salida honrosa a la afrenta sobre su esterilidad en la herencia inglesa nombrando como sucesor directo al rey escocés e hijo de María: Jacobo VI.

Su largo reinado de 44 años y 127 días permitió que su obra se afianzase y ella misma se convirtiera en el mayor emblema de la fortaleza del reino. El imaginario colectivo tradicional ha hecho que la etapa de la voluntariamente última de los Tudor haya sido asimilada por muchos ingleses como una de las épocas de oro de su historia, solo comparable al lapso de tiempo marcado por otra mujer, Victoria I, cima de una base construida por su antecesora.