Elbibliote.com
TIENDA ONLINE
VOLVER A LOS ARTÍCULOS

Porfirio Díaz encabezó el régimen autoritario que desembocó en la Revolución Mexicana.
Diego Rivera, uno de los fundadores del Sindicato de Pintores y Escultores.
David Alfaro Siqueiros, destacado muralista e impulsor del movimiento.

El muralismo mexicano



A comienzos del siglo XX, al influjo de la Revolución Mexicana, surge un movimiento artístico de profundo contenido político-social que, con la clara intención de llegar con el arte al corazón del pueblo, se expresa a gran escala sobre las paredes de los edificios públicos: es el impetuoso y potente muralismo mexicano.



Caín en los Estados Unidos, obra de David Alfaro Siqueiros.

Dada la fuerza del contexto en que se desarrolló, y el compromiso con la Revolución que adquirieron los artistas que lo llevaron adelante, si bien fue un movimiento artístico, el peso propio que adquirió le dio una entidad política de gran magnitud. Entre los valores que sostuvo se encuentran en primer lugar lo nacional, lo popular y lo revolucionario, tres pilares sobre los que los artistas libraron una dura batalla por la libertad de expresión. Si bien el muralismo mexicano es fruto de las condiciones producidas por la revolución agrario-democrático-burguesa iniciada en 1910, el pensamiento avanzado de sus mejores artistas le permitió sobrepasar el marco ideológico de la Revolución Mexicana y llegar a obras que son ejemplos cumbres del realismo contemporáneo.

HISTORIA

Desde su nacimiento el muralismo pasó por tres etapas principales, diferenciadas por temas y técnicas, pero siempre sobre la base de ideas desarrolladas entre 1900 y 1920 que fueron las que le dieron su carácter de movimiento. La primer etapa se extendió entre 1920 y 1930, la segunda desde ese entonces hasta 1940 y la tercera desde allí hasta 1955. Los artistas trabajaron en los tres periodos sobre superficies de hormigón o sobre las fachadas de los edificios, pero dándole relevancia a la textura y los ángulos sobre los que plasmaban la obra.

Orígenes

El movimiento muralista, rico por sus valores intrínsecos y por la fuerte influencia que ejerció en la vida política y cultural mexicana, tuvo su antecedente en la obra del notable grabador José Guadalupe Posada (1851-1913), quien resumió en sus expresiones artísticas el humor popular, expresado a través de las ilustraciones y caricaturas que creaba para periódicos opositores al régimen conservador y autoritario de Porfirio Díaz. Su incisivo sentido del humor, su fantasía y su compromiso con el pueblo mexicano, así como sus profundas inquietudes político-sociales, fueron el legado que este artista dejó a los muralistas quienes, años después, lo asimilaron y profundizaron en sus obras.

Tras la muerte de Posada se produjo el retorno a México de Gerardo Murillo (1875-1964), conocido como Dr. Atl, pintor, vulcanógrafo y escritor, formado en Italia en la antigua pintura mural. Influenciado por las ideas socialistas de Enrico Ferri, Dr. Atl dirigió el periódico revolucionario La Vanguardia, que contaba a José Clemente Orozco entre sus dibujantes y que sostenía de manera apasionada la causa indigenista. Atl impulsó a los artistas jóvenes y terminó sumándose a su movimiento.

Primera etapa

El lanzamiento formal del muralismo se dio en 1921, con motivo de la convocatoria hecha por José Vasconcelos, intelectual mexicano a cargo de la Secretaría de Educación Pública durante la presidencia de Álvaro Obregón. Vasconcelos encargó por entonces a varios artistas plásticos la realización de murales en las paredes de la Secretaría Nacional y la Escuela Nacional Preparatoria.

Los artistas convocados tenían plena libertad para la elección de los temas, pero todos coincidían en la necesidad de expresar el nacimiento de un nuevo mundo que se alzaba sobre las ruinas dejadas por la crisis política anterior a la Revolución. Fue así que sus obras resaltaron lo tradicional y popular, renegando del academicismo reinante y con una marcada influencia del arte precolombino e incluso colonial.

Entre estos jóvenes pintores se destacaban Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, quienes después de un tiempo en Europa regresaron a México en 1921. Junto a otros artistas plásticos fundaron el Sindicato de Pintores y Escultores, institución que en 1922 lanzó su "manifiesto", declaración de fuerte tono político y social que fue redactado por Siqueiros y avalado por todos los artistas de la agrupación.

El manifiesto exaltaba la cultura aborigen y su "peculiar talento para crear belleza", y consideraba "su tradición como nuestra posesión más grande". Interesaba la tradición por ser expresión colectiva, pues el objetivo principal era socializar el arte y borrar el individualismo por resultar burgués. Repudiaba la pintura de caballete y glorificaba el arte monumental por ser propiedad pública. Proclamaba que los artistas debían producir "obras de valor ideológico para el pueblo, para todos, de educación y de batalla".

Segunda etapa

De 1930 en adelante se produjeron una serie de reformas que originaron cambios en el movimiento muralista. La política se radicalizó debido a las circunstancias nacionales e internacionales: mientras en México se hacía necesaria la defensa de la reforma agraria, la expropiación petrolera y la educación socialista, en Europa crecía peligrosamente el fascismo.

La situación revulsiva y de constante polémica levantó críticas contra los muralistas; sin embargo en el extranjero, sobre todo en Estados Unidos, sus servicios eran requeridos cada vez con mayor asiduidad. Así se abrieron nuevas posibilidades y comenzaron a hacerse obras en edificios de carácter popular como mercados y sindicatos.

El muralismo encabezó con sus obras la lucha contra el fascismo, tal como se aprecia en los trabajos realizados en el Centro Escolar Revolución, el Mercado Abelardo Rodríguez y en los Talleres Gráficos de la Nación. Sin embargo, las obras más destacadas de ese momento son las realizadas por José Clemente Orozco en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, en las que el tema es la violencia de la guerra, con imágenes de tono oscuro que se funden con la arquitectura y que llevan al observador a la cúspide entre las que destaca El hombre en llamas, exhibida en la cúpula del recinto. En el Hospicio Cabañas las posibilidades de la pintura mural, en términos de integración a la arquitectura y de fuerza expresiva, parecen haber alcanzado uno de sus puntos culminantes.


Mural de Orozco en el Hospicio Cabañas de Guadalajara.

La otra obra de gran importancia que corresponde a esa etapa, es la que Siqueiros realizó en el Sindicato Mexicano de Electricistas. En un reducido cubo de escalera, el pintor parece haber encontrado respuesta a sus búsquedas en torno a la transformación del espacio pictórico y las posibilidades expresivas de materiales de origen industrial. Siqueiros resolvió admirablemente el mural tomando en cuenta al espectador en movimiento, envolviéndolo en una atmósfera en la que los recursos formales se ponen al servicio de la eficacia del mensaje: la condena al fascismo.

Tercera etapa

En esta etapa al movimiento se identifica plenamente con las transformaciones que se suceden en el país, a partir de la industrialización surgida por la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial.

Las ciudades crecen, se construyen nuevos edificios y aumenta considerablemente la demanda de trabajo para los muralistas, ya no solo de parte del Estado, sino también de empresarios que desean aumentar su prestigio.

La fisonomía urbana cambia a ritmo intenso, como cambian también los hábitos culturales con el auge de la radio y el cine. Aparecen nuevas corrientes dentro del muralismo, representadas en pintores como Rufino Tamayo, que se alejan de la tradición narrativa.

Tamayo pintó dos obras en el Palacio de Bellas Artes, Nacimiento de nuestra nacionalidad y México de hoy, ambas alejadas de la referencia precisa al momento histórico. Mientras tanto, otros muralistas se vuelven hacia las obras de exteriores, lo que exige una nueva búsqueda estética.

Esta etapa trae consigo la consagración del movimiento con obras como la realizada por Orozco en el teatro al aire libre de la Escuela Nacional de Maestros, en la que no solo utiliza nuevos materiales como el silicato de estilo, sino que deja de lado su habitual lenguaje plástico para expresarse con formas geométricas en una alegoría de la nacionalidad.

Otros grandes trabajos son los que realizó Carlos Mérida en los conjuntos habitacionales como el multifamiliar Juárez. El artista organizó con un profundo sentido poético una serie de figuras geométricas que fluyen como notas musicales regidas por el ritmo, la pausa y la cadencia. Pero el proyecto de mayor relevancia fue llevado a cabo por un conjunto de artistas entre los que se contaban Juan O'Gorman, José Chávez Morado, Francisco Eppens, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, asociados a un conjunto de arquitectos para llevar adelante una obra en la que fusionaron pintura, escultura y arquitectura en la Ciudad Universitaria. El conjunto, organizado a partir de anchas explanadas que recuerdan a las precolombinas, logra una gran armonía. Pese a ello, vistas en detalle, muchas de las obras murales acusan ya el agotamiento al que había llegado el movimiento.


Ciudad Universitaria es una de las obras cumbres del movimiento muralista mexicano.

Novedades

El introductor de nuevas técnicas y materiales fue Siqueiros, que empleó como pigmento pintura de automóviles (piroxilina) y cemento coloreado con pistola de aire; Rivera, Orozco y Juan O'Gorman emplearon también mosaicos en losas precoladas, mientras que Pablo O'Higgins utilizó losetas quemadas a temperaturas muy altas. Las investigaciones técnicas llevaron también al empleo de bastidores de acero revestidos de alambre y metal desplegado, capaces de sostener varias capas de cemento, cal y arena o polvo de mármol, de unos tres centímetros de espesor.

El indigenismo en el muralismo

La consideración, pero sobre todo el tratamiento que le dieron los artistas al indigenismo, no fue uniforme. Rivera, por ejemplo, tomó la concepción histórica del tema y realizó una minuciosa descripción de la vida cotidiana de los pueblos originarios, otorgándole un carácter idílico hasta la llegada de los españoles. En cambio José Clemente Orozco reflejó la violenta irrupción de una cultura religiosa y extraña, retratándola con ironía, amargura y agresividad, encarnando una imagen realista del mundo moderno, con su despiadada lucha de clases, con el hombre explotado por el hombre como tema central. Por su parte, Siqueiros se ocupó de acercar a la pintura moderna los valores estéticos de los objetos prehispánicos.