Había una vez dos hermanos, Tomás y Javier, que vivían uno al frente del otro en dos casas de una hermosa campiña. Por problemas pequeños, que se fueron haciendo grandes con el tiempo, los hermanos dejaron de hablarse y evitaban cruzarse en el camino.
Cierto día llegó a una de las casas un carpintero y le preguntó a uno de los hermanos si tendría trabajo para él. Tomás le contestó:
— ¿Ve usted esa madera que está cerca de aquel riachuelo? Pues la he cortado recientemente. Mi hermano Javier vive al frente y, a causa de nuestra enemistad, desvió ese arroyo para separarnos definitivamente. Así que yo no quiero ver más su casa. Le dejo el encargo de hacerme una cerca muy alta que me evite la vista del frente.
Tomás se fue al pueblo y no regresó sino hasta bien entrada la noche.
Cuál no sería su sorpresa cuando, en vez de una cerca, encontró que el hombre había hecho un hermoso puente que unía las dos partes de la campiña.
Sin poder hablar, de pronto se vio al frente de su hermano, que en ese momento estaba atravesando el puente con una sonrisa:
—Tomás, hermano mío, no puedo creer que hayas sido tú el que haya hecho el puente, habiendo sido yo el que te ofendió. Vengo a pedirte perdón.
Y los dos hermanos se abrazaron.
Cuando Tomás se dio cuenta de que el carpintero se alejaba, le dijo:
—Buen hombre, ¿cuánto te debo? ¿Por qué no te quedas?
—No, gracias —contestó el carpintero-. ¡Tengo muchos puentes que construir!
¿Cuántas veces podemos ayudar a perdonar y servir de puentes?