Un muchacho entró con paso firme a una tienda y pidió al joyero que le mostrara el mejor anillo de compromiso que tuviera.
El joyero le enseñó uno. Una hermosa piedra, solitaria, que brillaba como un diminuto sol resplandeciente. El muchacho contempló el anillo y con una sonrisa lo aprobó, preguntó el precio y se dispuso a pagarlo.
— ¿Se va usted a casar pronto? —le preguntó el curioso joyero.
— No —respondió el muchacho—Ni siquiera tengo novia.
La muda sorpresa del orfebre divirtió al comprador.
— Es para mi mamá —dijo el muchacho—. Cuando yo iba a nacer nadie pudo acompañarla y su embarazo estuvo lleno de dificultades; alguien le había aconsejado que detuviera mi nacimiento para que se evitara problemas en lo sucesivo. Pero ella se negó, insistió y me dio el don de la vida. Desde luego que continuaron sus problemas; sin embargo, fue padre y madre para mí, fue amiga y hermana, y fue mi maestra. En fin, me hizo lo que soy. Así que como ella nunca tuvo un anillo de compromiso, ahora que puedo se lo daré como una promesa de que si ella hizo todo por mí ahora yo haré todo por ella. Quizá después entregue a otra persona otro anillo de compromiso, pero será el segundo.
El joyero no dijo nada. Solamente ordenó discretamente a su cajera que le hiciera al muchacho el descuento que solamente se le hacía a los clientes importantes.
¿De vez en cuando no será bueno pensar en reconocer lo que hicieron nuestros padres por nosotros?
¿Qué tan generosos somos en ese tipo de agradecimiento?
¿Alguna vez valoramos sus esfuerzos en condiciones adversas?