Jenny, la niña alegre y de dorados rizos estaba a punto de cumplir cinco años. Mientras esperaba a que su madre pagara en la caja del supermercado descubrió un collar de perlas blancas y relucientes en una caja rosada de metal y le rogó:
— ¡Mamá! ¿Me las compras? ¡Por favor...!
Rápidamente la madre echó un vistazo al reverso de la cajita. Luego, miró a la nena que le imploraba con sus ojitos azules y la cabeza vuelta hacia arriba y le dijo:
— Cuatro mil quinientos pesos. Son casi cinco mil pesos... Si quieres el collar, tendrás que ayudar más en casa. Así ahorrarás suficiente dinero para comprarlo. Tu cumpleaños será en una semana y puede que tu abuela te dé un billete de dos mil pesos.
Tan pronto como la niña llegó a casa, vació su alcancía y contó las monedas: cuatrocientos setenta pesos. Después de la cena ayudó más de lo habitual. Luego fue a ver a su vecina, la señora Rodríguez, y se ofreció a arrancarle las malas hierbas del jardín por doscientos pesos.
Y el día de su cumpleaños la abuela le dio dos mil pesos. Por fin tenía suficiente dinero para comprar el collar. A Jenny le encantaban las perlas.
Se sentía elegante y como una niña grande. Se las ponía para ir a todas partes: a la iglesia, al jardín de infancia... No se desprendía de ellas ni para dormir. Sólo se las quitaba para nadar o para darse un baño de burbujas porque su madre le dijo que si se mojaba el collar se pelarían las perlas.
El papá de Jenny era muy cariñoso. Cada noche, cuando ella tenía que irse a la cama él dejaba lo que estuviera haciendo y subía al cuarto de ella a leerle un cuento. Una noche, al terminar de leerle, le preguntó:
— ¿Me quieres?
— Claro, papá. Tú sabes que te quiero.
— Entonces, dame las perlas.
— Ay, papá. Las perlas, no. Pero te puedo dar a la Princesa, la yegua blanca de mi colección de caballitos. La que tiene la cola de color rosa.
¿Te acuerdas, papá? La que me regalaste. Es mi favorita.
— Está bien, mi cielo. Papá te quiere. Buenas noches.
Tras decir estas palabras, el papá se despidió dándole un breve beso en la mejilla. Pasó cerca de una semana. Después de contarle un cuento, el papá de Jenny volvió a preguntarle:
— ¿Me quieres?
— Sí, papá. Tú sabes que te quiero.
— Entonces, dame las perlas.
— Ay, papá. Las perlas, no. Pero te puedo dar mi muñeca, la nueva, la que me regalaron en mi cumpleaños. Es preciosa, y también te daré la frazada amarilla que hace juego con su camita.
— Está bien. Que sueñes con los angelitos. Papá te quiere.
Y, como siempre, le dio un tierno beso en la mejilla.
Unas cuantas noches más tarde, el papá, al llegar a casa, vio a Jenny sentada en la cama con las piernas cruzadas, al estilo indio. Al acercarse, notó que le temblaba el mentón y una lágrima silenciosa le rodaba por la mejilla.
— ¿Qué te pasa, hija, qué tienes?
Jenny no dijo nada, pero levantó su diminuta mano en dirección a su padre. Cuando la abrió, allí estaba el pequeño collar de perlas.
Le temblaron un poco los labios mientras, por fin, decía:
— Toma, papá. Te lo doy.
El amable papá, con los ojos llenos de lágrimas, alargó una mano para tomar el collar de baratija, se metió la otra en el bolsillo y, extrayendo un estuche de terciopelo azul que contenía un collar de perlas auténticas, se lo entregó a Jenny.
Lo tenía desde el principio. Sólo esperaba a que ella le entregara el de bisutería para cambiárselo por uno verdadero.
¿Van siempre juntos el amor y la confianza?