Alrededor de la temporada de pesca, en esa ciudad se celebraba un festival cada año. Todos los habitantes de la comarca esperaban con ansiedad el inicio de aquella temporada, porque las familias deseaban exhibir sus destrezas en la pesca.
A Daniel le gusta recordar su infancia en esa ciudad, pues su familia era propietaria de una cabaña ubicada en una isla en la mitad de un lago. Cada vez que podía, iba al muelle a pescar.
Un día, antes que cayera la noche y en las vísperas de la temporada de pesca del róbalo (un pez muy apreciado por su tamaño y belleza), Daniel fue con su padre al muelle. Padre e hijo comenzaron atrapando pequeños peces con las típicas lombrices. Pero, en un momento determinado, su padre le cambió la carnada y puso una pequeña mosca plateada antes que Daniel hiciera su lanzamiento.
Ya había anochecido cuando Daniel se dio cuenta de que había algo enorme en el otro extremo. Su caña estaba doblada. El padre observaba con admiración cómo su hijo arrastraba con habilidad su presa, hasta que por fin levantó del agua al agotado pez. Era el róbalo más grande que había visto. El padre encendió un fósforo y miró su reloj. Eran las diez de la noche, precisamente dos horas antes de que se abriera la temporada de pesca en la comarca.
— Tendrás que devolverlo al lago, hijo —le dijo súbitamente el padre.
— ¡Papá! —gritó Daniel.
— Habrá otros peces —dijo su padre.
— ¡No tan grande como éste, papá! —gritó el chico.
Entonces, Daniel miró alrededor. No se veía ningún pescador testigo, ni botes bajo la luna.
El niño volvió a mirar a su padre. Aunque nadie los había visto, ni nadie podía saber a qué hora se había pescado el pez, el chico advirtió por la firmeza de la voz de su padre que esa decisión ética no era negociable.
Lentamente sacó el anzuelo de la boca del enorme róbalo, con sumo cuidado, y lo devolvió a las oscuras aguas. El pez movió su poderoso cuerpo y desapareció. El niño sospechaba que nunca volvería a ver un pez tan grande. Este episodio ocurrió hace treinta y cuatro años.
En la actualidad, Daniel es un exitoso ejecutivo. La cabaña de su padre está siempre en el mismo lugar de la comarca y allí continúa llevando a sus propios hijos a pescar en el mismo muelle donde él lo hacía.
Y tenía razón: nunca más volvió a pescar un pez tan magnífico como el de aquella noche.
Pero cada vez que se enfrenta con el tema de la ética, ese mismo pez le aparece a sus ojos.
Porque como su padre se lo enseñó, la ética es más que un simple asunto entre el bien y el mal. Sólo la práctica de la ética es lo difícil.
¿Hacemos lo correcto sólo cuando nadie nos mira?
¿Usamos la información que nos llega en beneficio personal, sólo cuando las demás personas no tienen acceso a ella?
¿Tenemos la conciencia tranquila?
*Texto atribuido a James P. Lenfcstey, poeta y escritor norteamericano