Etnia aborigen de Sudamérica que habitó el desierto homónimo situado en la zona norte de los actuales territorios de Chile y Argentina y sur de Bolivia, junto al curso del río Loa hasta Copiapó.
En este, que fue su territorio ancestral, los apatamas, también conocidos como kinzas, kikan-antai o likanantaí (en español “los habitantes del territorio”), se asentaron ocupando quebradas y valles del desierto y los faldeos de la cordillera de los Andes, incluso la Puna meridional o de Atacama. En lo que es hoy Argentina, sus asentamientos se localizaban en las provincias de Jujuy, Salta y Catamarca.
La descendencia de este pueblo se ha mestizado formando parte de la población criolla o confundiéndose en el conjunto de pueblos andinos llamado colla, diluyéndose de este modo una cultura cuya historia se remonta hasta el Neolítico, y cuyo apogeo alcanzó entre los siglos IX y XI de la era cristiana, un tiempo intermedio entre la aparición de la cultura de Tiahuanaco y el imperio incaico. De hecho, de su lengua, el cunza o kunza, apenas si se conocen hoy unas pocas palabras aisladas y es la arqueología la que nos ha revelado lo que se sabe de su cultura.
Bajos de estatura, la altura media para los hombres era de 1,60 m y de 1,45 m para las mujeres, en tanto la medición craneana se ha hecho difícil por su costumbre de deformar el cráneo en sentido fronto-occipital, levantándolo.
Los apatamas vivieron en un medio hostil, donde la tierra cultivable era tan escasa como el agua. Pero pese a estas dificultades, o gracias a ellas, se convirtieron en agricultores de técnicas sofisticadas y eficientes, al punto que hay quienes los consideran maestros de los incas en esta actividad. O puede que ambos pueblos se hayan nutrido de una fuente común en el Altiplano.
Para sus tareas agrícolas utilizaban palos aguzados, cuchillos y palas de madera, las que solían terminar en una hoja ancha y delgada de piedra. Sus principales cultivos eran el maíz, la quinoa, el zapallo, las calabazas, los porotos y los ajíes. Explotaban también frutales entre los que se contaban guayabos, chirimoyos, tunales y tamarugos. La siembra la hacían en las partes bajas del valle y, ante la falta de tierra fértil, construían andenes o terrazas en las laderas de los cerros con muros de contención que eran de pirca en piedra. Pero sus avances en técnicas de cultivo no terminaban ahí.
Los apatamas practicaban el riego artificial tendiendo complicadas redes de canales alimentados por estanques artificiales que aseguraban la irrigación de las terrazas, abonándolas con salitres.
Otros adelantos en el trabajo agrícola, como el cultivo en canchones, que consiste en hacerlo en tierras cavadas bajo la capa salina del desierto humedecida por aguas subterráneas, es posible que lo hayan usado solo ellos.
Practicaban además la ganadería, especialmente con llamas y vicuñas de las que obtenían carne y lana. La carne la secaban para convertirla en charqui, en tanto a las llamas las usaban como medio de transporte. Los animales pastaban durante los veranos en pastizales naturales que crecían en las vegas cordilleranas, allí donde pequeños embalses fertilizaban los terrenos.
Habían domesticado además el cuy y algunas aves como gansos, caiquenes, parinas y gallinetas.
Mediante la caza con boleadoras y la pesca obtenían lo necesario para completar su alimentación.
VIDA COTIDIANA
El cobre, el oro y su aleación, el bronce, no fueron extraños a este pueblo que fundía los minerales en hornos ubicados en lugares elevados en los que el viento atizaba la fundición. El bronce lo empleaban para hacer cinceles con los que trabajaban la piedra, pinzas de depilar, hachas, cuchillos con forma alunada a los que llamaban tumis y que eran usados para cortar cuero. Para hacer adornos personales se servían del oro, el bronce y la plata, metales con los que moldeaban discos y placas para colgar del cuello; alfileres o tupus, que llevaban prendidos a los vestidos; anillos, brazaletes y aros. Para los jefes, confeccionaban en oro utensilios como platos y vasos, además de otros objetos.
Los apatamas se dedicaron activamente al comercio, no solo entre ellos, sino también con pueblos de la costa o del interior como los diaguitas, asentados al sur de su territorio, o con otros establecidos hacia el norte. Este intercambio comercial hizo que su cultura se difundiera entre los pueblos vecinos, y que ellos mismos tomaran rasgos de otros, haciendo difícil identificar sus características originales.
Sus poblados eran pequeños, con viviendas construidas en piedra, con una puerta y una ventana. Las hacían con techo plano de un material que obtenían mezclando fibras vegetales y barro. Era una sola habitación en la que la familia cocinaba, comía y dormía.
Para protegerse levantaban en torno al pueblo murallas de piedras, convirtiéndolos en ciudades fortificadas o ciudades fortalezas conocidas como pucaras, donde resistían los ataques constantes de los enemigos. Estos poblados estaban habitados por familias consanguíneas comandadas por un jefe cuyo cargo era hereditario, transmitiéndose de padre a hijo mayor.
Entre sus tareas diarias estaban las artesanías en las que se destacaban la cerámica, con la que hacían piezas para ceremoniales religiosos. Trabajaban también la totora, el cuero, la lana, el algodón, la piedra y el hueso, pero entre sus producciones más bellas estaban las hechas en madera.
De su religiosidad se sabe poco. Creían en la vida después de la muerte y por eso hacían de los funerales uno de sus ritos más importantes. Por otro lado y con una influencia notoria de los incas, los atacameños adoptaron el culto Solar o Inti para lo cual fabricaron altares en los lugares de mayor altura, de preferencia en el Volcán Licancabur, el cual era considerado una “Montaña Sagrada”.
Por los restos encontrados en sus cementerios se sabe que, tanto hombres como mujeres vestían con túnicas; las mujeres sobre la túnica se colocaban un chal y los hombres un poncho; llevaban gorros de lana y pelo humano o cuero y plumas, sandalias de cuero y gran cantidad de anillos, aros, prendedores de cobre y plata, collares y pulseras de cuentas en piedras semipreciosas como turquesa, lapislázuli, malaquita, obsidiana o conchas.
El rapé
Un rasgo particular de su cultura era la inhalación de alucinógenos, un ceremonial compartido con otras culturas andinas. El procedimiento suponía un acercamiento a sus dioses mediante la exaltación y la estimulación, lo que permitía el apoderamiento por parte de quien inhalaba del poder de las aves, felinos y serpientes. Esta ceremonia se llevaba a cabo utilizando un conjunto de tablillas labradas delicadamente, en las que se colocaba el rapé que luego era inhalado con una bombilla de madera o hueso.
La droga utilizada, el cebil o piptadenia, es de uso muy difundido en América, desde el Caribe hasta el noroeste, en donde además de los apatamas la tenían incorporada los comechingones y los lules.
Los usos que se daban a esta droga eran múltiples, pero siempre encuadrados dentro de lo sagrado: los trances, las curas chamánicas o las ceremonias colectivas. En otras oportunidades y según las culturas, se la empleaba antes de las guerras para aumentar la capacidad combativa. Variedades de esta droga se conocen también entre los guaraníes y los matacos.
ARQUEOLOGÍA
No sería justo hablar de antropología apatama sin mencionar al sacerdote jesuita de nacionalidad belga Gustavo Le Paige, quien fuera párroco de San Pedro de Atacama y director de su museo. Llegó al norte en 1954 y hasta 1983, cuando falleció, dedicaba su tiempo a exploración en busca de vestigios de la cultura aborigen. En ese sentido obtuvo importantes resultados a los que acompañó con interesantes artículos escritos en distintas publicaciones.
Otros aportes importantes para conocer la cultura apatama los realizó el antropólogo chileno Ricardo Latcham, quien escribió sobre este grupo: “Formaban un pueblo que se dedicaba a la agricultura y a la crianza de las llamas, ocupándose también de la pesca en la región de la costa. Hilaba y tejía la lana de sus ganados, fabricaba cestería primorosa y alfarería de regular calidad, trabajaba minas y se dedicaba a la metalurgia, a lo menos durante la última época preincaica, produciendo un bronce casi tan duro como el acero. Algunas de sus armas y herramientas las fabricaba de cobre o de bronce y en sus adornos utilizaba la plata y, en menos grado, el oro”.
“Sin embargo -agrega Latcham-, para las puntas de sus flechas, jabalinas, lanzas y arpones usaban casi siempre el pedernal o la sílice o, a veces, la madera. Muchos de sus utensilios los labraban de madera”.
“Los atacameños vestían principalmente de lana, aunque también de las pieles sobadas de llamas o guanacos y, en la costa, de aves marinas. Eran grandes andadores y comerciantes. Recorrían los desiertos con las tropas de llamas, desde la costa hasta el interior, cruzando la cordillera o internándose en los altiplanos y punas para cambalachar sus productos”.
“Hablaban un idioma propio, el cual, hasta ahora, no se ha podido concordar con ningún otro. Esta lengua se ha llamado kunza”.
La funeraria aporta elementos para la comprensión más acabada de la cultura. Los apatamas enterraban a sus muertos en grutas naturales que eran completadas con “pircado”. El difunto era depositado con todas sus pertenencias.
Las investigaciones arqueológicas respaldan la hipótesis de que realizaban sacrificios humanos. Al menos es lo que se desprende del hallazgo de “salinas grandes” en 1903. Se trata de un niño de alrededor de 7 años, lujosamente vestido con adornos de oro y bronce. La muerte se produjo por estrangulamiento y la cuerda se encontró arrollada al pescuezo.
CAMBIOS Y MIGRACIONES
En los tiempos en que los apatamas habitaban la región del Salar y de la Puna de Atacama, el clima era más húmedo y por lo tanto más propicio a la agricultura que en la actualidad. Se cree que un lento cambio de clima hizo que la región se cubriera con una gruesa capa de arena, tal como ha sucedido más recientemente con la pampa de Tamarugal, donde bosques enteros quedaron sepultados bajo la tierra donde hasta no hace tantos años se los veía a la luz del sol. En los contornos del Salar de Atacama todavía existen vestigios de antiguas habitaciones, pircas y canales de riego, desde hace siglos abandonados por falta absoluta de agua. Se cree que el cambio de clima los llevó a desplazarse hacia el valle de Loa y de Tarapacá, hasta Arica y Tacna.
LA MÚSICA Y LOS VÍNCULOS
Su música está relacionada con la antigua cultura quechua, compuesta por los agricultores y pastores de los Andes del altiplano y de los Andes centrales. Según algunos investigadores tendría organización trifónica, lo que significa que estaba basada en patrones melódicos de tres notas. Esto sucede con la música de al menos ocho culturas primitivas de Latinoamérica, lo que reafirma la teoría de los estrechos vínculos que habrían existido entre los primitivos habitantes de esta región continental.
En esta cultura, así como en la aimara-quechua y la diaguita, se utilizaron instrumentos prehispánicos, por lo general aerófonos (de aire o viento), idiófonos y membranófonos (con una membrana que suena al vibrar). Luego, con la llegada de los españoles, se incorporaron una diversidad de instrumentos que aún hoy continúan vigentes en la música que se produce en la región.