Cada año miles de millones de toneladas de suelo son desplazados por el viento o arrastrados por el agua de lluvia hacia los lechos de los ríos y hasta el mar o los lagos. Este proceso es conocido como erosión.
Este tipo de erosión se inicia cuando la superficie del suelo queda desnuda de vegetación, sea a causa de un incendio, la tala abusiva, el sobrepastoreo o un sistema de cultivo inadecuado. Una vez privado de su cubierta vegetal, el humus se descompone rápidamente a la intemperie, se reseca y es fácilmente arrastrado por el agua o el viento. El pisoteo del ganado y la acción de la maquinaria contribuyen también a que la erosión sea aún más intensa, al quedar mucho más disgregada la capa superficial de tierra.
El suelo también puede ser afectado por la erosión hídrica, que actúa de dos formas diferentes según las características del terreno. La primera consiste en el ataque del suelo en superficie por el agua de lluvia, el hielo y el deshielo, con formación de elementos finos susceptibles de ser arrastrados, y posteriormente el arrastre y transporte de estos elementos por la escorrentía. La segunda consiste en el ataque del suelo en toda la extensión de su perfil, dando lugar a movimientos en masa.
La desnudez de los suelos
Los diversos aspectos que adoptan los terrenos afectados son: erosión en capas, regueras y torrentes en la superficie topográfica, o deslizamientos, coladas y derrumbamientos. El resultado final es la separación de cantidades considerables de tierra y el consiguiente arrastre (ablación en el lenguaje de los geólogos) de elementos químicos y orgánicos necesarios para la fertilidad, y, por último, una modificación del régimen de circulación de las aguas, ya que los suelos erosionados favorecen la escorrentía en perjuicio de la infiltración.
Las vertientes montañosas son especialmente vulnerables a la erosión, tanto más cuanto mayor sea su pendiente. Si están cubiertas de árboles o arbustos, éstos facilitan la absorción del agua de las lluvias, de modo que ésta va filtrándose hasta alcanzar los cursos fluviales y los mantos acuíferos subterráneos; al mismo tiempo, las raíces de las plantas fortalecen y sujetan el suelo, mantienen su humedad y su porosidad, le aportan materia orgánica y meteorizan la roca madre. Pero cuando estos suelos se sobreexplotan hasta el punto de que su estructura se disgrega o, peor aún, cuando se elimina su cubierta arbórea, quedan expuestos a los caprichos de la erosión, y en particular de las riadas o las grandes avenidas. La situación se agrava si se trata de regiones expuestas a las terribles tormentas tropicales, como es el caso de muchas vertientes andinas en Ecuador y Perú, así como de una gran parte de las vertientes de las cordilleras centroamericanas.
Barreras humanas para combatir la erosión
Tradicionalmente, las laderas se han protegido mediante el sistema de cultivo en terrazas, arando en surcos separados siguiendo las curvas de nivel, fijando con piedras el contorno inferior del campo, no dejando nunca la tierra en barbecho y conservando parte de la vegetación autóctona en las orillas de los campos, los caminos, las acequias y los ríos, así como en las barrancas, las cimas y los cañones.
Otra alternativa tradicional a la que apuntan nuevamente los científicos es la agrosilvicultura, consistente en practicar cultivos mixtos, arbóreos y herbáceos, con objeto de mantener el suelo siempre protegido y obtener productos diversificados con el mínimo impacto ambiental, al mismo tiempo que se amortiguan los problemas derivados de la excesiva simplificación que caracteriza a la mayoría de las comunidades agrícolas.
La amenaza de la creciente desertización
Muy pocas áreas del planeta sufren un proceso natural de desertización, pero la presión humana incontrolada convierte en nuevos desiertos determinadas zonas áridas y semiáridas en un proceso que se ha dado en llamar “desertificación”. Muchas de estas zonas se encuentran en los límites de los actuales desiertos, de forma que el fenómeno aparece en realidad como un auténtico avance del desierto. Es lo que ha ocurrido a lo largo del último medio siglo en la franja del Sahel, situada al sur del Sahara, y lo que también está ocurriendo a marchas forzadas en muchas áreas del globo donde suelos pobres y secos son sometidos a una sobreexplotación agrícola o a un excesivo pastoreo, a la tala de demasiados árboles o la corta de demasiada leña y, a veces, a una irrigación inadecuada que esteriliza la tierra. Si las tierras irrigadas no tienen un drenaje apropiado, las sales que contiene el agua se acumulan en la zona de las raíces de los cultivos, por lo que acaban salinizando o alcalinizando el suelo y haciéndolo estéril.
El agotamiento del suelo, un fenómeno antiguo
La desertización aparece en la forma de invasión de dunas, movimiento de la arena y erosión de los barrancos, fenómenos que suelen iniciarse con la excesiva roturación, la pérdida de la cobertura vegetal, la formación de costras en el suelo u otros procesos físicos. Se trata de un fenómeno que el hombre ha provocado desde tiempos remotos: la civilización mesopotámica, cuna de la civilización occidental, se hundió en gran medida por el agotamiento del suelo ligado al empleo de técnicas de irrigación que acabaron esterilizándolo.