El Imperio Bizantino se originó como consecuencia de la división del Imperio Romano, realizada por Teodosio en el año 395. Este imperio lograría así sobrevivir a la amenaza germánica que había hecho sucumbir al Imperio Romano de Occidente en el año 476 y lograría perdurar por más de diez siglos hasta 1453; año en el que los turcos otomanos ocuparon su capital, Constantinopla.
Bizancio y Occidente se distanciaron progresivamente, a pesar de contar con un pasado común y con muchos puntos de contacto, conformando universos distintos. De hecho, en el terreno político contuvieron por largos siglos el avance del Islam sobre Europa oriental.
Los bizantinos, que eran en realidad una pluralidad de pueblos, lograrían fusionar la cultura de griegos y romanos, los elementos religiosos de cristianos y paganos y las costumbres orientales y occidentales. De esta manera, conservaron adquisiciones de la antigüedad y las reelaboraron bajo nuevas formas. Por lo demás, aunque hablaban griego, se autodenominaban romanos para así indicar su carácter de herederos del antiguo y prestigioso Imperio Romano.
LA EXTENSIÓN DEL IMPERIO
Las fronteras del Imperio Bizantino fueron fijadas, en un principio, por el emperador Teodosio en el año 395, cuando había dividido el Imperio Romano. Así, estaba formado por la península Balcánica, Asia Menor, Siria y Egipto. Estas últimas eran las provincias más pobladas, más ricas y con mayor tradición cultural. Sin embargo, los límites del imperio estuvieron sujetos a constantes fluctuaciones, que dependían de la capacidad de resistencia interna y del vigor de las potencias rivales. Así, cuando en el siglo VII, el imperio perdió a manos de los árabes Siria y Egipto, la pérdida fue compensada por el grado de homogeneidad que se ganó. De este modo, integrado el imperio por distintas etnias y culturas, sólo lo unían la religión y el acatamiento al emperador.
EL IMPERIO DE JUSTINIANO
Desde la caída del Imperio Romano de Occidente, los gobernantes bizantinos añoraban los tiempos en que este imperio dominaba todo el mar Mediterráneo. Uno de ellos, el emperador Justiniano (527-565) constituyó un fuerte Estado centralizado e intentó restaurar toda la grandeza del viejo imperio. Hijo de un campesino, tuvo una excelente formación gracias a su tío, el emperador Justino, que lo nombraría sucesor. De este modo, una vez en el trono, Justiniano compartió la idea de que el mundo cristiano, así como tenía una sola religión y una sola Iglesia, debía tener también una única autoridad política: el emperador bizantino.
Con estas ideas dirigió sus miras hacia Occidente, que en manos de reyes germánicos se había alejado de la influencia imperial. De hecho, llevaría a cabo un ambicioso plan de conquistas con la cual se apoderaría del reino vándalo instalado en África; más tarde venció a los ostrogodos que dominaban la península itálica y, por último, ocupó el sur de Hispania, desplazando temporalmente a los visigodos. No obstante, más trascendencia tuvo la reforma interior del Estado bizantino, que buscaba renovar las bases en las que se asentaba el Imperio. Para ello reformaría la administración central, residente en Constantinopla, que supervisaba a los funcionarios de provincia.
Además, decidió mejorar las leyes, con lo cual encargó a su colaborador, el jurista Triboniano, la redacción del Código de Derecho Civil, o Corpus Iuris Civilis, común para todos los habitantes del imperio. Por otra parte, Justiniano mejoró la situación de la hacienda pública y de la recaudación de impuestos, para sostener una organización civil y militar más eficiente.
La época de Justiniano no sólo destaca por sus éxitos militares o por la recopilación de leyes. Bajo su reinado, Bizancio vivió una época de esplendor cultural, a pesar de la clausura de la Academia de Atenas en el 529. Aquí se fueron destacando, entre otras, las figuras de los poetas Nono de Panópolis y Pablo Silenciario, el historiador Procopio, y el filósofo Juan Filopón. Sin embargo, el esplendor de la época encuentra su mejor ejemplo en una de las obras arquitectónicas más célebres de la historia del Arte: la iglesia de Santa Sofía, construida por los arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto.
LOS SUCESORES DE JUSTINIANO: TIEMPOS DIFÍCILES
Poco después de la muerte de Justiniano, los bizantinos perdieron gran parte de sus posesiones conquistadas en Europa occidental. El agotamiento de recursos les impediría afrontar el avance de los ávaros, eslavos y búlgaros, que presionaban para internarse en los Balcanes. Los persas, por su parte, se adentraban cada vez más en las provincias orientales. Sin embargo, fue surgiendo un nuevo, y acaso más temible, adversario llegado desde Arabia: los musulmanes. En pocos años, estos últimos ocuparon Siria, Palestina y el norte de África, las mejores tierras agrícolas y las ciudades más ricas y comerciales del imperio, quedaron reducidas entonces a Grecia, Constantinopla, Asia Menor y algunas regiones de Italia.
Para defenderse, los sucesores de Justiniano crearon provincias fronterizas, gobernadas por militares, y entregaron tierras a los campesinos a cambio de que sirvieran en los ejércitos. De esta forma, los generales tuvieron cada vez más poder, y el imperio se militarizó. Este sistema de defensa fue efectivo y permitió frenar el avance musulmán en Asia menor, derrotar a los búlgaros que atacaban por el Norte y extender la influencia de Bizancio sobre los pueblos eslavos desde los Balcanes hasta Kiev. Sobre estas bases, hacia el siglo IX, accedió al trono una dinastía de emperadores macedónicos que gobernaría durante más de dos siglos y produciría un renacimiento del Imperio.
Sin embargo, durante el siglo XI, el Imperio Bizantino vio nacer un nuevo y mayor peligro: los turcos selyúcidas, que se apoderarían de parte de Asia Menor y de Palestina. Las guerras afectaron duramente la economía y cultura bizantinas: muchas ciudades fueron destruidas o abandonadas, la población disminuyó, y el comercio y la producción artesanal se debilitaron. Estos acontecimientos marcaron el inicio de la decadencia de Bizancio, que concluyó en 1453, cuando los turcos otomanos ocuparon Constantinopla.
EL ESTADO IMPERIAL
Los bizantinos concebían al Estado imperial como parte del plan de Dios para el mundo. De la misma forma que Dios era único, sólo podía existir en la Tierra una única autoridad política: el emperador. Así, el imperio constituía una monarquía teocrática en la que el soberano estaba revestido de autoridad absoluta. Por esta razón, su ascenso al trono era bendecido por el patriarca de Constantinopla. Con todo, la sede del gobierno era el palacio, un enorme edificio que conformaba una especie de ciudad dentro de la misma ciudad.
Así las cosas, para su acción de gobierno, el emperador contaba con tres instrumentos:
• La burocracia civil, conformada por funcionarios y profesionales de la administración pública, cuyas características eran su reglamentación estricta y una específica diferenciación de funciones y jerarquías.
• El ejército, integrado por soldados de las más diversas nacionalidades, y en donde en las zonas de frontera se completaba con los estratiotas, soldados campesinos a los que se pagaba mediante entrega de tierras.
• La Iglesia bizantina, que a diferencia de lo que ocurría en Occidente se encontraba subordinada al emperador. Esta característica se conoce con el nombre de césaro-papismo.
LA RELIGIÓN
La sociedad bizantina era profundamente religiosa. De hecho, todo quehacer humano estaba impregnado de sentimiento religioso. Así, el particular modo de concebir la religión provocaría que se suscitaran querellas religiosas que envolvieron en sus discusiones a gran parte de la sociedad. Esto ocurrió con el monofisismo, una corriente religiosa que sostenía que Cristo poseía una sola naturaleza, la divina, y que contrariaba a la posición cristiana ortodoxa, que invocaba una doble naturaleza de Cristo: humana y divina. Así pues, el monofisismo tuvo hondo arraigo en Siria y Egipto, hecho que estimuló el separatismo de estas provincias y facilitaría la posterior conquista árabe.
Con todo, en el siglo VIII se suscitaría otra querella promovida por los iconoclastas. Éstos sostenían que las imágenes religiosas llevaban a prácticas supersticiosas, porque se adoraba en ellas a la imagen representada y no a Dios. Además, los iconoclastas buscaban disminuir el poder económico y social de los monjes. Ahora bien, como los iconoclastas fueron protegidos y estimulados por algunos emperadores, se inició un distanciamiento con el Papado romano, que se oponía a los iconoclastas. Este proceso culminaría así con el cisma entre la cristiandad occidental y la oriental, en el 1054. En tanto que la primera aceptaba como jefe espiritual al Papado romano, Oriente reconocía al patriarca de Constantinopla.
CONSTANTINOPLA: LA NUEVA ROMA
Contrariamente a lo que sucedió en Europa occidental, las ciudades del Imperio bizantino prosperaron como centros administrativos, comerciales e industriales. A su vez, el centro más importante era su capital, Constantinopla, cuya trascendencia se debería, en gran parte, a su situación geográfica. Fundada en el año 330 en honor del emperador reinante Constantino el Grande, en ella confluían diversas rutas terrestres y marítimas. Así las cosas, debido a su emplazamiento, Constantinopla era fácilmente defendible. Un sistema de murallas terrestres y marítimas, la convirtió en una fortaleza casi inexpugnable. Fue, por mucho tiempo, una de las ciudades más pobladas del mundo, con numerosos y lujosos edificios públicos y gran cantidad de iglesias, pero la crisis producida en el imperio a partir del siglo XI causaría el descenso de su población.
CAUSAS DE SU DECADENCIA
En sus últimos siglos de existencia, el Imperio viviría una lenta y paulatina decadencia. Varias son las causas: una de ellas fue la invasión de los turcos selyúcidas en el siglo XI, que privaría al imperio de la zona más rica: el Asia Menor. Ahora bien, aun aquellos territorios que conservaban los emperadores se hallaban en una situación de inseguridad debido a las continuas incursiones de servios, búlgaros y otros pueblos bárbaros. De este modo, la agricultura redujo su producción, con lo cual Constantinopla debió alimentar a su población con productos importados. A su vez, los grandes dominios aumentaron sus dimensiones y, en ellos, los campesinos trabajaban en condiciones muy duras que los llevaron a la miseria, al abandono de los campos y a la rebelión. Otra causa de la decadencia fue el declinar del comercio. Los bizantinos descuidaron su armada, y el tráfico comercial cayó paulatinamente en manos de venecianos y genoveses.
La ruina del Estado bizantino se hizo inevitable, ya que sus principales fuentes de ingresos, los impuestos a las
tierras y los derechos de aduana, eran cada vez menores. Minado en sus bases, el Imperio debió ceder territorios
a distintas potencias. Por último, sufrió la invasión de los turcos otomanos. Cuando en el 1453 éstos tomaron
Constantinopla, el Imperio se hallaba reducido prácticamente sólo a la capital.