La monarquía española nació con la unión de los reinos de Castilla y Aragón, fruto del matrimonio de los Reyes Católicos y, salvo breves períodos de tiempo, ha logrado permanecer hasta nuestros días. Por eso se la considera el símbolo de la permanencia y continuidad del Estado. El restablecimiento de las instituciones democráticas en el año 1978 supuso la restauración de la monarquía después de la experiencia republicana (1931-1939) y de la dictadura franquista (1939-1975), durante la cual España se reconocía oficialmente como un reino aunque la jefatura del Estado la asumiera y ejerciera el general Franco, quien, incumpliendo la normas de sucesión dinástica, designó a Juan Carlos de Borbón como sucesor al trono.
Durante la elaboración de la Constitución de 1978 se plantearon dos cuestiones: resolver el problema de la legitimidad de un nombramiento realizado al margen de las normas de sucesión dinástica y adaptar la institución monárquica al sistema democrático.
Desde la promulgación de la Constitución, España se configura como una monarquía parlamentaria enlazando con la tradición española y, más concretamente, con la Constitución de 1876. El Rey, como personificación de la Corona, recibe sus atribuciones de la Constitución, pero se reconoció a Don Juan Carlos la legitimidad dinástica para ocupar el trono como consecuencia de la renuncia a los derechos sucesorios efectuada por su padre, Don Juan de Borbón, a quien, según las normas de sucesión dinástica, correspondía el trono.
La continuidad de la monarquía se asegura mediante la aplicación de las reglas clásicas sobre sucesión al trono del sistema castellano. En definitiva, la monarquía en España se asienta sobre una doble legitimación: por un lado, la legitimidad democrática que le otorga la Constitución y, por otro, la legitimidad histórica que le confiere el sistema de sucesión dinástica, tras la renuncia de Don Juan de Borbón.
El 2 de junio de 2014, el Rey Juan Carlos I anunció que abdicaba en favor de su único hijo varón, Don Felipe de Borbón, tal como está previsto por las disposiciones sucesorias de la Constitución. La ley orgánica de abdicación fue aprobada el día 11 del mismo mes en el Congreso de los Diputados, por 299 votos a favor, 13 en contra y 23 abstenciones. Tras la asunción del nuevo rey bajo el nombre de Felipe VI (19 de junio), se abrió una nueva etapa en el Reino de España, con la segunda generación de monarcas tras la recuperación de la democracia.
Funciones del Rey
La Constitución española señala que el Rey ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes. El artículo 56.1. de la Constitución de 1978 concibe la figura del Monarca en un triple sentido: como símbolo de la unidad y permanencia de España, como árbitro y moderador del funcionamiento regular de nuestras instituciones y como el más alto representante del Estado en las relaciones internacionales. Ahora bien, dichas funciones sólo podrán ser ejercidas mediante los mecanismos que la propia Constitución establece, y por tanto la actuación del Rey se debe ceñir a las atribuciones que la ley le otorga.
La mayor parte de las atribuciones del Rey son actos debidos, es decir, actos establecidos por la ley en los que el Monarca no expresa su voluntad. Así, el Rey debe sancionar las leyes aprobadas por las Cortes, convocar las Cortes al comienzo de cada legislatura, disolverlas y convocar elecciones a petición del Presidente del Gobierno, nombrar y separar a los ministros a propuesta de su presidente, expedir los decretos aprobados por el Consejo de Ministros, nombrar los altos cargos a propuesta del Gobierno o de las Cortes, declarar la guerra o la paz, previa autorización de las Cortes, o prestar consentimiento para la firma de tratados internacionales.
En todos estos casos, el Rey no actúa por iniciativa propia sino por mandato de la ley o por indicación de alguno de los poderes democráticamente elegidos, sean las Cortes o el Gobierno.
La función más importante atribuida al Rey es la de proponer a las Cortes un candidato a Presidente del Gobierno para su aprobación. Después de la celebración de elecciones generales, el Rey deberá recibir a los representantes de todos los grupos parlamentarios antes de proponer un candidato. La finalidad de este trámite es conocer qué candidato tendría mayores posibilidades de ser elegido en la votación de investidura del Congreso.
Si hay un partido con mayoría absoluta en el Congreso, la discrecionalidad del Rey queda anulada, ya que deberá proponer al líder de dicho partido. Si, en cambio, no hay ningún partido con mayoría absoluta, deberá proponer al candidato de la lista más votada, a no ser que de sus consultas dedujese que un candidato de otro partido pudiera aglutinar el resto de las fuerzas políticas representadas y ser elegido. En definitiva, el Rey deberá optar por la solución que, según su criterio, proporcione mayor estabilidad gubernamental. En la práctica, son los propios partidos los que proporcionan al Monarca la solución apropiada y no le corresponde a él promover acuerdos entre ellos.
Aunque el Rey goce de mayores atribuciones en la elección del candidato a Presidente del Gobierno, en última instancia serán los partidos políticos con representación parlamentaria los que tomen la decisión. No existe por tanto peligro alguno de que el Monarca asuma arbitrariamente un protagonismo que la Constitución no le otorga; más bien al contrario, su función va destinada a asegurar el normal funcionamiento de las instituciones y a procurar una mayoría parlamentaria que permita un gobierno estable.