Ícono de la tradición argentina, el Martín Fierro colocó al gaucho en el centro de la escena para denunciar las injusticias de una época e ilustrar el modo de vivir, pensar y sentir de uno los grandes protagonistas de nuestra historia.
Cuando José Hernández escribió la poesía gauchesca que lo inmortalizó en la literatura, el género ya había sido consolidado gracias al trabajo de diversos exponentes, como Estanislao del Campo (1834-1880), Bartolomé Hidalgo (1788-1822), Hilario Ascasubi (1807-1875) y Ricardo Gutiérrez (1836-1896), entre otros. Lo definían un conjunto de características, como por ejemplo el predominio de la forma del “diálogo”, que reunía en sí una buena cantidad de rasgos gauchescos, tales como el ritual del encuentro, las fórmulas de salutación, las alusiones a los aparejos del caballo, el ofrecimiento de mate, tabaco y bebida o las quejas sobre la situación política o personal que servían como punto de partida del relato. Otras de las señales que contribuyen a definir el género se observan claramente en la elección de los personajes, los temas y el lenguaje rústico, que estuvieron casi siempre ligadas a opciones que desbordaban lo literario y remitían a lo político.
Todas estas características aparecen ya en los “Diálogos patrióticos” de Hidalgo, en la poesía antirrosista primero y antiurquicista después de Hilario Ascasubi y -desprovisto de todo alcance político o militante, pero como una brillante síntesis formal de sus predecesores- en el Fausto de Estanislao del Campo. Entonces ¿por qué el Martín Fierro se transformó en la obra más importante del género, llegando ser considerada por diversos intelectuales como fundante de la literatura argentina? Busquemos la respuesta en este artículo.
José Hernández: vida y obra
El creador del Martín Fierro (1834-1886), poeta, escritor y político argentino, es reconocido en la actualidad como el máximo exponente de la literatura gauchesca. De pequeño estuvo al cuidado de tíos y abuelos mientras sus padres trabajaban en el campo. Estudió en el Liceo Argentino de San Telmo pero una enfermedad del pecho le hizo abandonar Buenos Aires y reunirse con su padre en un campo de Camarones; para entonces la madre había muerto. Allí el joven Hernández permaneció unos años, impregnándose del mundo rural.
Al regresar a Buenos Aires, tras la batalla de Caseros (1852), se vio involucrado en las luchas políticas que dividieron al país luego de la caída de Juan Manuel de Rosas. Formado en base a ideas federales, se unió al gobierno de la Confederación enfrentado con Buenos Aires.
Para 1856 algunas fuentes lo sitúan en Paraná; otras atrasan esa residencia hasta 1858, pero datos firmes permiten saber que Hernández trabajó en dicha ciudad como empleado de comercio y que participó activamente en la batalla de Cepeda (1859) junto a Justo José de Urquiza. A continuación se retiró del ejército, obtuvo el cargo de oficial de contaduría y pasó a desempeñarse como taquígrafo del Senado, pero no pasó mucho tiempo hasta que volvió a tomar las armas: en 1861 luchó con las tropas confederadas que sufrieron la derrota de Pavón.
Su marcado posicionamiento político continuó entonces por otra vía: se dedicó al periodismo colaborando en “El Argentino”, escribió el “Eco de Corrientes” y fundó más tarde, en Buenos Aires, “El Río de la Plata”, diario de vida efímera donde denunciaba la situación de los habitantes de la campaña.
El 8 de junio de 1863, año en que se casó con Carolina del Solar, escribe la serie de artículos recopilados con el título de “Vida del Chacho:
Rasgos biográficos del general Ángel Vicente Peñaloza”, escrito inspirado en el asesinato del caudillo riojano. De esta manera, Hernández se enfrentó por primera vez con D. F. Sarmiento, mostrando su calidad como cronista y su notable capacidad para la polémica.
Obligado al exilio, en el sur de Brasil escribió los primeros versos de “El gaucho Martín Fierro” (1872), que completó y publicó a su regreso a Buenos Aires. Luego de un nuevo exilio en Uruguay retornó definitivamente a Argentina en 1875 y resultó electo diputado por la capital en 1879, año en que publicó “La vuelta de Martín Fierro”. Importante es remarcar que en ese momento, la obra que se convertiría tiempo después en un ícono de la literatura argentina, pasó desapercibida: tuvo un gran éxito editorial pero ninguna repercusión entre la crítica literaria, por otra parte casi inexistente entonces.
Los objetivos del texto eran claros, pero dejemos que el propio Hernández los explique en el siguiente fragmento de una carta enviada por el escritor a José Zoilo Miguens: “Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que personifica el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que les es peculiar; dotándolo con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de colorido, con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado”.
Su producción literaria, sin embargo, no finalizó allí. En 1882, viviendo los últimos años de su vida, dio a conocer “Instrucción del estanciero. Tratado completo para la planteación y manejo de campo destinado a la cría de hacienda vacuna, lanar y caballar”, libro que pese a lo específico del título, tiene un marcado cariz político. Hernández murió en su quinta del barrio de Belgrano, el 21 de octubre de 1886.
“Aquí me pongo a cantar…”
Para entender las razones que llevaron a hacer de esta obra una de las más importantes de la literatura argentina, es necesario concentrarse en los aspectos que la diferenciaron de las restantes producciones de la época, así como en las razones que la llevaron a ir tomando cada vez más prestigio a medida que transcurrían los años. El Martín Fierro rompió con los moldes del género y en esa particularidad se encontró su originalidad.
De entrada, al observar el modo en que se narra la historia, se descubrirá un detalle interesante en este extenso poema de 7.210 versos: el diálogo característico del encuentro entre paisanos, aspecto tradicional del género gauchesco, fue sustituido por un monólogo en el cual el protagonista empieza por presentarse y narrar sus relaciones con el medio, su familia y las tareas que realiza. De esta manera, Hernández no sólo modificó de manera radical las figuras del emisor y el receptor en el poema, sino que también logró reproducir la situación del antiguo gaucho cantor que, ante un auditorio de oyentes analfabetos, cuenta acompañándose con su guitarra las desgracias propias o ajenas.
También se observa que, como casi toda la literatura gauchesca, está escrito en octosílabos, pero que no se encuentra agrupado en las tradicionales décimas o en cuartetas, sino en sextinas, esto es, estrofas de seis versos que posibilitan a su vez la división en pares. Estos pareados, que aparecen como unidades menores dentro de la estrofa, logran cierto mimetismo con las formas del habla gauchesca, según las caracterizaba el mismo Hernández en el prólogo de 1872: falta de enlace en las ideas, en las que a veces no existe una sucesión lógica sino una relación oculta y remota.
A estos dos desvíos con respecto a la tradición debe sumársele otro, no menos importante: la impactante información política del texto de Hernández. El Martín Fierro no es una mera acumulación de novedades formales con respecto a lo que habían hecho sus antecesores en el género gauchesco, ni tampoco la declaración programática de un proyecto social y político. Por el contrario, la enorme eficacia del texto, la impresionante acogida que obtuvo entre el público y la todavía intacta vigencia de sus versos se deben a la perfección con que su autor, como ningún otro en la literatura argentina, consiguió ensamblar los discursos literario e ideológico.
De este modo, Hernández logró una obra aún más contundente en el terreno político que la de sus antecesores gauchi-políticos -como se los llamó- y, al mismo tiempo, de mayor alcance y valor literario. Por un lado, es evidente la modificación con respecto a los textos de Del Campo, Gutiérrez y el último Ascasubi, pero también se encuentran diferencias al comparar con los poemas libertarios de Hidalgo y con los partidistas del primer Ascasubi.
La perspectiva que se dibuja en el Martín Fierro responde a un programa social efectivamente, el mismo que el Hernández había defendido en su labor política a principios de la década de 1870 y que, de algún modo, se resume en los últimos versos del último canto, cuando dice el protagonista:
“y si canto de este modo
por encontrarlo oportuno
no es para mal de ninguno
sino para bien de todos”.
Este programa, cuyo ideal es una sociedad basada en una relación armónica y orgánica entre el campo y la ciudad, los pobres y los ricos, los gauchos y los terratenientes, es un elemento central en la composición de la obra, a pesar de lo cual, su originalidad no puede reducirse sólo a ello.
Con todo, el Martín Fierro no gozó siempre del espacio de culto que hoy ocupa. Mucho tuvieron que ver en ello los ardores nacionalistas que se vivieron con la celebración del primer centenario de la Revolución de Mayo que se reflejaron, entre otras formas, en la revalorización de la obra por parte de L. Lugones y R. Rojas. Desde esa fecha se convirtió en un clásico y J. L. Borges y E. Martínez Estrada, entre otros, le dedicaron su atención. Hoy “El gaucho Martín Fierro” y “La vuelta de Martín Fierro” se conocen como las dos partes de una misma obra: Martín Fierro, el punto más alto de la poesía gauchesca y una de las obras fundamentales de la literatura argentina.
La primera de ellas se inicia con el monólogo del protagonista, tan conocido, en especial por las primeras estrofas que trascribimos a continuación:
“Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estrordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.
Pido a los santos del cielo
que ayuden mi pensamiento,
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento.
Vengan santos milagrosos,
vengan todos en mi ayuda,
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en una ocasión tan ruda.
Yo he visto muchos cantores,
con famas bien otenidas,
y que después de alquiridas
no las quieren sustentar.
Parece que sin largar
se cansaron en partidas.
Mas ande otro criollo pasa
Martín Fierro ha de pasar,
nada lo hace recular
ni las fantasmas lo espantan,
y dende que todos cantan
yo también quiero cantar.
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre.
Dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar”.
Tal armonía se ve quebrada cuando llega la leva forzosa y obligan a Fierro a marchar a la frontera con el indio. Ello significa la disolución de la familia, el desarraigo y muchos pesares que harán a los climas más interesantes de la obra. La amistad con el gaucho Cruz atenúa en parte los amargos sentimientos que causan en Fierro, pero no por ello las injusticias y violencias de que es testigo dejan de convertirse en una denuncia concreta que Hernández logra realizar con solidez.
La primera parte puede leerse como un alegato contra los abusos de la presidencia de Domingo F. Sarmiento. La segunda, escrita siete años más tarde, es producto de las repercusiones de la primera, y da lugar a un cuadro más matizado y complejo del mundo rural, en el que se produce el reencuentro con sus hijos, víctimas de abusos como él, a quienes aconseja llevar una vida honrada y de trabajo.
La publicación de La vuelta de Martín Fierro señaló el principio del ocaso de la literatura gauchesca, en un proceso paralelo a la vertiginosa modernización del país durante las dos últimas décadas del siglo XIX. La nueva situación dejaría al gaucho sin espacio social ni político y, por lo tanto, clausuraría también el lugar ocupado por la poesía de la que era protagonista. A partir de entonces, este género, como un capítulo ya clausurado, empezaría a ser reivindicado como un elemento indispensable en la definición de los rasgos de la literatura argentina.